Uno de los logros más significativos de la Reforma Protestante del siglo XVI fue la recuperación del canto congregacional, siendo el reformador Juan Calvino uno de sus más entusiastas impulsores. Mientras que en la liturgia romana medieval la feligresía debía permanecer en silencio escuchando los himnos entonados por los clérigos o por la schola cantorum (coro especializado en canto gregoriano), en los primeros cultos protestantes los asistentes —sin excepción alguna— ya podían participar de la adoración pública, tal y como sucedía en la iglesia primitiva.
Pero ¿qué cantaban en la mayoría de iglesias surgidas en tiempos de la Reforma y Posreforma? La respuesta resultará obvia para algunos y sorpresiva para otros: entonaban los Salmos de David.
En esto coincidieron reformados continentales, anglicanos, presbiterianos, bautistas, independientes, y muchos otros más. Todos ellos llegaron a publicar salterios en sus respectivas lenguas vernáculas. Traductores, poetas y músicos empezaron a unir fuerzas para versificar y metrificar cada uno de los ciento cincuenta salmos de la Biblia, así como para componer melodías sencillas que el pueblo pudiera aprender con facilidad.
Es en este contexto que, en 1562, se publica en francés el célebre Salterio de Ginebra, cuya influencia impactó y modeló la adoración congregacional en gran parte de la Europa moderna temprana. Domingo a domingo, sus melodías eran entonadas con gran solemnidad y entusiasmo por teólogos eminentes como Guillaume Farel, Pierre Viret, Teodoro de Beza, Francis Turretin, Benedict Pictet, así como también por las comunidades clandestinas hugonotes de las que Pierre Du Moulin, Philippe de Mornay y André Rivet formaron parte.
La publicación de la presente edición castellana del Salterio de Ginebra no pudo encontrar momento más oportuno que este, cuando una reforma litúrgica se ha vuelto más que necesaria. Si hay algo que la historia eclesiástica ha podido corroborar es que grandes y ricas son las bendiciones espirituales que reciben las congregaciones cuyo repertorio de alabanzas está conformado por aquellas canciones que el mismo Espíritu Santo inspiró, a saber: “salmos e himnos y cánticos espirituales” (Ef 5:19; Col 3:16).